De un modo u otro, la democracia es un concepto familiar: el gobierno de todos, desde la lógica de la igualdad (Dahl). En esos términos se expresó Rousseau cuando dijo que “todos los hombres nacen libres e iguales, ninguno, ni siquiera el monarca, tiene el derecho a mandar sobre los demás. Por tanto, sólo podrá mandar el conjunto de todos los hombres, es decir, el pueblo”(1). Sin embargo, debido a la imposibilidad práctica de implementar la democracia directa esta fue evolucionando, pasando a ejercerse de manera representativa (artículo 4 CD) aunque manteniendo ciertos mecanismos de participación directa y deviniendo lo que hoy se conoce como democracia representativa de partidos (o democracia de partidos). Como bien nos recuerda Lowenstein, “cuando el individuo aislado se une con otros en virtud de una comunidad de intereses, tiene entonces la posibilidad de ofrecer mayor resistencia a los detentadores del poder estatal que si tuviese que enfrentarse aisladamente: unido con otros, ejerce una influencia sobre las decisiones políticas que corresponde a la fuerza de grupo.” (2) La constitucionalización de los partidos políticos (artículo 216 CD) y su función de “formación y manifestación de la voluntad ciudadana”, así como el reconocimiento jurisprudencial como “instituciones públicas” (3) aunque “de naturaleza estatal con base asociativa”(4) por nuestro Tribunal Constitucional, son tan solo algunas de las pruebas de que en la República Dominicana impera una democracia representativa de partidos. Y es que los partidos políticos son los “instrumentos de intermediación entre la sociedad y el Estado sin los cuales la democracia representativa no pudiera funcionar. Es por ello que todo Estado democrático es necesariamente un Estado de Partidos y que la existencia de los partidos es la consecuencia lógica de la existencia del Estado Constitucional”(5). Por eso, toda interpretación constitucional que se haga del concepto “representatividad” debe partir de la premisa de que nuestro ordenamiento constitucional lleva en las entrañas a los partidos políticos como las entidades que, por mandato constitucional, ayudan a la formación de la voluntad ciudadana que, a su vez, sirve de soporte y fundamento a nuestro sistema constitucional. Tal es el caso de la actual discusión sobre el artículo 178.3 constitucional, el cual dispone que el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) estará integrado por “un senador o senadora escogido por el Senado que pertenezca al partido o bloque de partidos diferente al del presidente del Senado y que ostente la representación de la segunda mayoría”, suscitada por el cambio de partido de varios senadores a Fuerza del Pueblo (FP) luego de haber obtenido sus posiciones fruto de nominaciones por el Partido de la Liberación Dominicana (PLD). En la citada norma, el elemento dotado de “ambigüedad” radica en su parte final que se refiere al concepto de “representación de la segunda mayoría”. Al respecto, no se establece textualmente si esa representación que da la segunda mayoría es sobre la mayoría parlamentaria existente al momento de su conformación, o, por el contrario, la mayoría obtenida por el resultado electoral. No obstante, la propia norma suprema nos provee las herramientas para encontrar claridad, siempre que la interpretemos y cuando estemos dispuestos a “(1) interpretar la Constitución como un todo, (2) de manera sistemática, (3) estructuralmente hablando y (4) atendiendo a su finalidad jurídica-política”(6). En una democracia representativa de partidos, donde estos tienen la singular labor de “convertir la pluralidad de voluntades populares en voluntad estatal a través de un laborioso proceso de síntesis democrático que permite, además, el ejercicio jurídico de la soberanía popular”(7) surge un doble mandato: “el del partido respecto a sus electores, que frente al liberal incorporaría los mismos caracteres excepto el nacional, pues el partido no representa a la nación sino a sus militantes y votantes” y “el mandato del parlamentario respecto a su partido. Aquí, aquél no representa al conjunto de la nación y está limitado en su gestión por las instrucciones generales del partido” (8). Así las cosas, cuando en la Constitución se habla de “representatividad”, debe interpretarse este concepto de manera integral desde la perspectiva de dicho doble mandato, lo cual indefectiblemente incluye a los partidos políticos como elemento indispensable de la representación democrática. Por consiguiente, en una democracia representativa de partidos en la que la cantidad de escaños asignada para los diputados es determinada por el número de de votos obtenidos por cada partido (método D’Hondt), los asientos del CNM deben necesariamente responder a la votación obtenida por los partidos políticos en las elecciones, momento en que se manifiesta la voluntad popular aglutinada y singularizada justamente por estos. Precisamente, las reglas de conformación del CNM lo que buscan es un equilibrio en la correlación de fuerzas representadas democráticamente en su seno, es decir, que las mayorías o minorías partidarias resultantes de la votación se reflejen en las designaciones de las altas cortes como un mecanismo de control del poder. El transfuguismo postelectoral es, por tanto, una distorsión de este espíritu que, en los términos de nuestro sistema político-constitucional, “desfigura el concepto de la representación en que se fundamenta la democracia” (9). Aunque no existe una prohibición expresa y sancionada del transfuguismo electoral en nuestro régimen electoral, la Ley 15-19 lo define como una traición partidaria en su artículo 2.5; muestra de que el sistema no se encuentra diseñado en función de la posibilidad de que un legislador “traicione” al partido que lo presentó, por lo que no pueden derivarse consecuencias constitucionales a partir de una distorsión del sistema. Admitir que la Constitución permite que la representatividad en el CNM sea en términos de mayorías parlamentarias diferentes a las manifestadas por el voto popular sería una contradicción absoluta de los principios que organizan nuestro sistema democrático. Además, permitiría que, con un cálculo previo, un partido dominante pueda –producto de una estrategia con algún partido aliado- ejercer un control absoluto del CNM, deviniendo un fraude constitucional sin precedentes. **Publicado en el Diario acento.com.do en fecha 11/09/2020 Notas de fuentes consultadas: (1) ROUSSEAU, Jean-Jacques. El contrato social, Mestas, Madrid, 2005, p.63. (2) LOWENSTEIN, Karl. Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona, 1976, p.423. (3) Sentencia TC/0192/15 (4) Sentencia TC/0531/15 (5) JORGE PRATS, Eduardo, “Derecho Constitucional”, Tomo II, 3era Edición, Ius Novum, Santo Domingo, 2012, p.474. (6) REYES-TORRES, Amaury A. “Constitución y Consejo Nacional de la Magistratura”, Entrada del 08 de septiembre de 2020 del Blog www.galletasjurídicas.wordpress.com (7) GARCÍA GUERRERO, José Luis. “Escritos sobre partidos políticos”, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2007, p.164. (8) LÓPEZ GARRIDO, Diego, MASSÓ GARROTE, Marcos Fco. y PEGORARO, Lucio (Directores), “Derecho Constitucional Comparado”, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2000, p.582. (9) CURY, Julio. “La segunda mayoría congresual” Artículo publicado en el Periódico Listín Diario en fecha 27 de agosto de 2020.
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Luego de varios episodios difíciles en el Congreso para lograr prórrogas al Estado de Emergencia, el pasado 1ro de julio de 2020, y en cumplimiento del artículo 31 de la Ley núm. 21-18, el Poder Ejecutivo emitió el Decreto No. 237-20 mediante el cual dispuso que “queda levantado el estado de emergencia declarado mediante el Decreto núm. 134-20, en virtud de la autorización dada por el Congreso Nacional a través de la Resolución núm. 62-20, ambos del 19 de marzo de 2020.”
Poco antes, el 30 de junio el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MISPAS) emitió su Resolución No. 18-2020, en la cual se declara epidémico el territorio nacional debido al COVID-19 y se dispone una serie de medidas para continuar controlando y mitigando la propagación de la enfermedad en el país. Algunos entienden que con dicha Resolución el MISPAS estatuye mandatos que solo serían posibles dentro de un Estado de Emergencia, y que estaría entonces desbordando sus atribuciones. Sin embargo, además de que en la referida Resolución no se establecen el tipo de prohibiciones que habían sido dispuestas por el PE como las concernientes al derecho de libre tránsito y reunión, las medidas la Resolución No. 18-2020 sí se enmarcan dentro de los poderes y facultades que la Ley General de Salud No. 42-01 del 08 de marzo de 2001, conforme pasaremos a explicar. La “declaratoria de epidemia” realizada por el MISPAS se hace a partir de lo establecido en el artículo 149 de la Ley de Salud que establece en el marco de las medidas administrativas de emergencia que dicho Ministerio puede disponer, que “en caso de peligro de epidemia o de epidemia declarada, o de desastre u otra emergencia grave, [el Ministerio] de Salud Pública y Asistencia Social podrá declarar como epidémico el territorio nacional o cualquier parte de este; y autorizará a sus funcionarios locales y a todas las instituciones del Sistema Nacional de Salud a adoptar las medidas necesarias que indique con el fin de evitar la epidemia, controlar su propagación y alcanzar su erradicación.” En igual sentido, el artículo 69 contempla que “en el caso de epidemia o peligro de epidemia, el [MISPAS] deberá determinar las medidas necesarias para proteger a la población.” Estas prerrogativas alcanzan incluso la posibilidad de controlar el espacio laboral y empresarial. En efecto, el artículo 61 establece que “en materia de prevención y control de enfermedades, corresponde al [MISPAS]: a) Dictar las normas para la prevención y el control de enfermedades en el ámbito del trabajo.” Mientras que el artículo 63 manda que “toda persona física o moral, pública, descentralizada o autónoma, debe cumplir diligentemente las disposiciones legales y reglamentarias dictadas para el control de las enfermedades transmisibles en la población.” A su vez, esta facultad se ve refrendada por el artículo 46 del Código de Trabajo cuando reza que son obligaciones del empleador: “1. Mantener las fábricas, talleres, oficinas y demás lugares en que deben ejecutarse los trabajos en las condiciones exigidas por las disposiciones sanitarias.” Igualmente, en conexión con el artículo 149 de la Ley General de Salud, el párrafo III del artículo 39 del Decreto núm. 213-09, que establece el Reglamento del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social para la Prevención, Mitigación y Respuesta ante Emergencias y Desastres, del 10 de marzo de 2009, dispone que en caso de peligro de epidemia declarada el ministro de Salud Pública y Asistencia Social podrá dictar resoluciones en las que se ordenen medidas administrativas de emergencia. Las medidas dispuestas en el marco de la declaratoria de epidemia deben ser leídas igualmente en consonancia con el artículo 53 de la Ley General de Salud, la cual establece que “los establecimientos industriales de trabajo que no cumplan con los reglamentos o que constituyan peligro, incomodidad o insalubridad para la vecindad, serán clausurados por la autoridad de salud (…) Sus propietarios o administradores quedan obligados a cumplir las ordenes o instrucciones que la autoridad competente les de para eliminar o mitigar la insalubridad o riesgo que produzcan a causa de su operación. Dichos establecimientos industriales deberán suspender sus operaciones hasta que se hayan cumplido los requisitos reglamentarios exigidos (…).” Es importante hacer la salvedad, de que estos poderes se encuentran separados de la facultad sancionatoria de la que goza el MISPAS en ciertos casos, y que depende de un debido proceso administrativo para su aplicación. Esencialmente, se trata de medidas administrativas de emergencia y seguridad, con las cuáles cuenta el Ministerio para poder garantizar la actuación inmediata para proteger la salud pública en el caso de una epidemia, como lo es el COVID-19. Así lo establece el artículo 148 cuando dispone expresamente que “independientemente de las sanciones previstas por esta ley, el incumplimiento de cualquier medida administrativa de seguridad dará lugar a: 1) La clausura parcial o de manera temporal (…) 2) La clausura total, de manera temporal (…) o incluso 3) La clausura definitiva (…).” Conforme se puede apreciar, aunque se trata de una legislación previa a la Constitución de 2010, el MISPAS tiene la facultad de disponer el cumplimiento de los protocolos de salud que sean necesarios para proteger la salud pública frente a una epidemia como el COVID-19, y es la propia ley que establece la consecuencia que debe aplicar en el caso de que alguna persona física o jurídica los incumpla como lo puede ser el cierre de establecimientos comerciales por incumplimiento de las medidas ordenadas, o la prohibición de abrir de manera preventiva por la imposibilidad material de ciertos establecimientos cumplir con las mismas. Se trata del poder ordinario con el que cuentan las autoridades sanitarias para dictar las medidas administrativas de emergencia y seguridad que ayuden a evitar o eliminar la propagación de epidemias de un territorio particular, o a nivel nacional, como ocurre en la actualidad. El pasado 28 de enero del presente año, pudimos tener acceso a la Resolución núm. 004/2020 contentiva de la sentencia íntegra emitida por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) en torno al proceso penal seguido contra los imputados en el país del caso ODEBRECHT, por medio de la cual esta corte se declaró incompetente para conocer de la causa contra todos los imputados, excepto del Senador Tommy Galán, a quién mantuvo en la SCJ aunque declinó su conocimiento a la Sala Penal de la SCJ, conforme explicaremos más adelante.
A grandes rasgos, esta decisión se hizo famosa en la comunidad jurídica desde el momento en que se conoció su parte dispositiva, por contener un cambio jurisprudencial mediante el cual se modificó el criterio de “competencia por conexidad” para la jurisdicción privilegiada de aquellos imputados que por su condición no están sujetos a ella, pero que estaban dentro de un expediente donde sí había una persona con tal condición, por considerar – entre otras cosas – que dicho “arrastre” vulneraba su derecho al juez natural y a ser juzgados en un proceso de doble instancia, por entender que “admitir el arrastre de los coimputados no privilegiados para ser juzgados en única instancia por la Suprema Corte de Justicia, implicaría para estos vulnerar su derecho a ser juzgados en un proceso de doble instancia, el cual le garantiza una justicia más certera y mejor ponderada.” En conexión con lo anterior, existe otra importante novedad jurisprudencial dentro de dicha decisión que gira entorno a la jurisdicción privilegiada, y es aquella que cuestiona la constitucionalidad de que la misma sea conocida en única instancia por vulnerar el derecho al recurso y que sirvió como fundamento para sostener que el proceso contra el Senador Tommy Galán debía ser conocido por la Segunda Sala (Sala Penal) de la SCJ en primer lugar. La jurisdicción privilegiada encuentra su génesis en el artículo 154.1 de la Constitución, cuando entre las atribuciones de la SCJ contempla el “[c]onocer en única instancia de las causas penales seguidas (…)” a una serie altos funcionarios del Estado, limitativamente enumerados por la Constitución. En la Resolución que analizamos, la SCJ nos da una definición, cuando dispone que “[p]or jurisdicción penal privilegiada se concibe aquella atribución excepcional de competencia conferida por la Constitución o la ley a una jurisdicción de orden superior para que juzgue infracciones a la ley penal imputadas a ciertas personas, limitativamente señaladas por la Constitución y las leyes de la República, que al momento de la imputación desempeñan funciones públicas de alta jerarquía (34).” En lo que se refiere al fundamento, se explica que “en estos casos, la alteración de las reglas de competencia se justifica, principalmente, en que la soberanía y la seguridad de la nación pueden sufrir ofensa directa cuando de alguna manera resulte comprometida la función nacional por la investidura que ostenta el sujeto activo o pasivo del hecho punible (35).” El derecho al recurso adquiere carácter fundamental mediante su consagración en el artículo 149 Párrafo III que contempla que “[t]oda decisión emanada de un tribunal podrá ser recurrida ante un tribunal superior, sujeto a las condiciones y excepciones que establezcan las leyes” y en el artículo 69.9 cuando dispone como una garantía del debido proceso que “[t]oda sentencia puede ser recurrida de conformidad con la ley.” Su contenido esencial reposa en que toda decisión emanada de un tribunal debe poder ser recurrida ante un tribunal superior, y que se trata de un derecho de eminente configuración legal. Sin embargo, esto lo que quiere decir es que el legislador tiene libertad en definir el tipo de recurso y el cauce procesal a través del cual puede ser ejercido, más no eliminarlo por completo, y mucho menos en un proceso penal. En el 2015, comentaba en mi libro “El derecho fundamental al recurso: apuntes en materia procesal penal”, que cuando la SCJ enjuicia en única instancia se plantea la problemática de la imposibilidad de recurrir, lo cual podría considerarse como una restricción de dicho derecho de carácter fundamental. Este es el criterio manifestado por el hoy Magistrado de la SCJ Napoleón Estévez Lavandier, quién en el 2012 denunciaba en su obra “Competencias Supremas: La Jurisdicción Penal Privilegiada y el Recurso de Revisión Penal” que “nuestro constituyente olvidó sincronizar la garantía del derecho a recurrir ante un tribunal superior previsto en los Arts. 69-9 y 149, párr.. III de la Constitución con el proceso en instancia única de jurisdicción penal privilegiada señalado en el Art. 154-1 de la misma Constitución, lo cual se podía proteger otorgándole competencia para conocer el juicio de fondo en jurisdicción penal privilegiada a la Sala Penal de la SCJ y dejando el reexamen de la decisión de fondo al Pleno de dicho máximo tribunal”(1); precisamente lo que justo acaba de hacer el Pleno de la SCJ con la decisión comentada. No hay mayor tentación para la arbitrariedad que sentirse impune, o sin control. Es por esto que la falibilidad humana es uno de los fundamentos de la existencia del derecho al recurso. Si no existiese riesgo de equivocación o de abuso en la condición de los jueces, no habría necesidad de que las decisiones tengan que ser revisadas por un tribunal superior. El derecho al recurso entonces “no solo procura luchar contra la arbitrariedad y el error, sino también contra la dejadez”, máxime que “en el proceso penal la necesidad de la reducción del error y el límite a la arbitrariedad se acrecienta debido a la naturaleza de los bienes jurídicos en conflicto.” (2) Por lo anterior, es que la SCJ estatuyó que “[e]n consecuencia, ante la comprobación incontestable del derecho a recurrir que tiene todo imputado en un proceso penal, se impone a este alto tribunal procurar ante todo y sin excusa de oscuridad de la ley, que el ejercicio de dicha garantía procesal, de rango constitucional y convencional en materia penal, sea asegurado previo al conocimiento del juicio (99).” Con una solución elegante, el Pleno de la SCJ entendió que para garantizar el derecho al recurso de los imputados en jurisdicción privilegiada, los mismos debían acudir en primer lugar a un proceso seguido por su Sala Penal, pudiendo la decisión resultante ser recurrida por ante el Pleno. Por entender que la argumentación del Pleno por su especial elocuencia se basta a sí misma, pasamos a resaltar textualmente algunas de las ideas principales que sirven de fundamento a la misma: “104. El numeral 4 del art. 74 de la Constitución y el numeral 5 del art. 7 de la Ley 137-11, imponen que los poderes públicos, lo cual incluye a este pleno de la Suprema Corte de Justicia, interpreten y apliquen la Constitución y las normas relativas a los derechos fundamentales de modo que se optimice su máxima efectividad para favorecer al titular del derecho fundamental.” “108. No queda claramente establecido cuál formación de la Suprema Corte de Justicia debe conocer en única instancia de las causas penales seguidas a los altos funcionarios del Estado, limitativamente enumerados en el numeral 1 del art. 154 de la Constitución. (…) 109. Dichos textos se limitan a referirse a la Suprema Corte de Justicia, como órgano constitucional, sin especificar si se refiere al pleno o a la sala penal de aquella. (…)110. Sin embargo, cuando la Constitución ha querido atribuir competencia exclusiva al pleno de la Suprema Corte de Justicia para conocer de algún asunto lo ha hecho. 112. Tal ambigüedad competencial impone la interpretación integral y progresiva de dichos textos. (…) 113. Respecto al conocimiento del juicio en única instancia de las causas penales seguidas a los altos dignatarios de la nación que son sustanciados ante esta Suprema Corte de Justicia, este pleno considera que su Sala Penal es la formación natural para tal juzgamiento, por lo que procederá a declinar el presente proceso ante ella. Este envío a la Sala Penal no altera las reglas de competencia ni el mandato constitucional que hace a esta Suprema Corte de Justicia el art. 154.1 de la Constitución, puesto que al constituir la Sala Penal un órgano interno de la propia Suprema Corte de Justicia, los altos funcionarios siguen siendo juzgados por el máximo tribunal, lo cual conserva la finalidad constitucional de la jurisdicción privilegiada y armoniza con mayores garantías procesales. 114. Con esta decisión se resuelve restablecer la vulneración al derecho a recurrir de los imputados juzgados en única instancia ante esta Suprema Corte de Justicia. (…) 119. En una interpretación a favor de quien resulte titular del derecho a recurrir, debe entenderse que al tenor del art. 380 del CPP, la decisión que dictare en única instancia la Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia, al ser inapelable, podrá ser recurrida ante este pleno de la misma Suprema Corte de Justicia, mediante un recurso de casación, siguiendo el procedimiento ya establecido en el Código Procesal Penal para ejercer dicha vía impugnativa. (…) El importante aporte respecto al derecho al recurso es tan solo uno de los elementos que pueden ser apreciados en esta histórica decisión, la cual debe ser analizada a profundidad por todo aquel que se considere estudioso del Derecho, de modo que nuestro sistema jurídico pueda plenamente aprovecharse de los criterios legales que en ella se esbozan. Para el autor, resulta particularmente gratificante ver criterios anteriormente defendidos convertirse en doctrina jurisprudencial. Notas de fuentes consultadas: ESTEVEZ LAVANDIER, Napoleón R. “Competencias Supremas: La jurisdicción penal privilegiada y el recurso de revisión penal”, Santo Domingo, 2012, Editora Corripio, p.04. PEÑA JIMÉNEZ, Luis Ernesto. “El derecho fundamental al recurso: apuntes en materia procesal penal, Santo Domingo, 2015”, Librería Jurídica Internacional, p.57. Regularmente, a la Constitución se le denomina de manera indistinta por sus diferentes acepciones: ley de leyes, norma sustantiva, norma suprema, etc. Entre estas, existe una que viene dada por uno de los pactos que han servido históricamente para dar origen al concepto moderno de Constitución, y es cuando se le llama: la Carta Magna. Sin embargo, ¿resultaría hoy en día correcto llamarle a la Constitución Carta Magna?
Aunque parecería una interrogante etimológica sin utilidad práctica, hoy más que nunca resulta relevante hacer un esfuerzo de llamar a las cosas por su nombre, de cara a comprender mejor su significado, razón de ser y finalidad. Y en estos tiempos, donde la Constitución ha pasado a ser de consumo e interpretación cotidiana, resulta importante el análisis en ocasión de la celebración del día de la Constitución en la República Dominicana. La Carta Magna fue una “concesión” que el rey Juan “sin tierra” de Inglaterra otorgó a los nobles ingleses el 15 de junio de 1215 en la que se comprometía –entre otras cosas- a respetar los fueros e inmunidades de la nobleza y a no disponer la muerte ni la prisión de los nobles ni la confiscación de sus bienes, mientras aquellos no fuesen juzgados por “sus iguales.” Fue un documento con una serie de reivindicaciones involuntarias del Rey Juan a sus rebeldes barones en 1215 que se plasma en la primera definición detallada de las relaciones entre el rey y la nobleza, y el primer ejercicio de límite al poder. Se encontraban además entre los derechos contenidos en la Carta Magna la prohibición de intervenir en asuntos eclesiales, libertad de poseer y heredar propiedades así como garantías de igualdad ante la ley. En 1215, después de que el rey Juan de Inglaterra violara un número de leyes y tradiciones antiguas con las cuales se había gobernado Inglaterra, sus barones lo forzaron a firmar la Carta Magna. Sus fracasos militares, elevados impuestos y el abuso de sus privilegios reales devinieron en una rebelión de la nobleza. Aunque una que otra de sus peticiones podrían considerarse de carácter personal, en sentido general se basaban en el deseo de protegerse de los abusos de la autoridad del rey. Es así como en enero de 1215 tras una serie de debates y discusiones, un grupo de barones exigió una carta de libertades como un resguardo contra la conducta abusiva del Rey. Ante una negativa inicial del rey Juan a firmar la Carta Magna, los nobles se negaron a mantener su fidelidad, se levantaron en armas en su contra y marcharon a Londres. Asaltaron y tomaron la ciudad en mayo del 1215, por lo que posteriormente este consintió firmarla. En ese sentido, es evidente que la Constitución como se conoce hoy, se encuentra lejos de ser lo que en ese momento se denominó como la Carta Magna. En efecto, aunque la Carta Magna tuvo como naturaleza esencial la “limitación del poder”, característica compartida con la Constitución, la misma no resulta de un ejercicio democrático y republicano de organización del Estado con la garantía de las libertades fundamentales esenciales para la vida en sociedad. Y es que la Constitución no se trata de un mero listado de prerrogativas que nos son “concedidas” por los detentadores del poder. Sino más bien el producto de un ejercicio democrático de las personas para organizar el Estado, limitar su poder y regular sus relaciones con la Administración y con los demás, que si bien parte de la aspiración del ser humano por vivir en paz y en libertad, al igual que los nobles con la Carta Magna, guarda una diferencia abismal, y es el compromiso de su consentimiento en condición de igualdad y libertad. En efecto, a diferencia de lo que fue la Carta Magna, el concepto moderno de la Constitución debe ser necesariamente entendido desde la “lógica de la igualdad”(Dahl), y desde la perspectiva de una gran pacto o “contrato social” (Rousseau). De ahí que resulta incorrecto nombrar a la Constitución hoy en día como una Carta Magna, ya que contrario a ésta, la Constitución no es una enumeración de concesiones o regalos que han sido otorgados, y que por tanto podrían ser quitados por el Estado. Como bien lo explicó Locke, “siendo los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Éste se otorga mediante convenio hecho con otros hombres de juntarse e integrarse en una comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica de unos con otros, en el disfrute tranquilo de sus propios bienes”. Ya que la Constitución tiene como fin “preservar la libertad de cada uno y cuyo contenido más fundamental es el de que todos acepten que ha de ser la decisión mayoritaria la única que puede obligar al conjunto de la comunidad” (Pegoraro). En ese mismo tenor, es que la doctrina constitucional dominicana nos ha enseñado que “sólo es Constitución aquella elaborada y adoptada por el pueblo, directa o indirectamente, y que limita al poder, delineando una esfera inherente al ciudadano, inmune a la acción estatal” (Jorge Prats), abarcando por tanto una “combinación de elementos democráticos y liberales básicos, esto es, un sistema político organizado sobre la base de un conjunto de instituciones de auto-gobierno y de representación política, conjuntamente con los mecanismos de protección de los derechos y las libertades individuales” (Espinal Jacobo). Precisamente por eso, en una emulación del icónico “We the people…” contenido en el preámbulo de la Constitución norteamericana de 1787, es que el preámbulo de nuestra Constitución de 2015 reza que somos “Nosotros, representantes del pueblo dominicano, libre y democráticamente elegidos (…)” quiénes “en ejercicio de nuestra libre determinación adoptamos y proclamamos (…)” nuestra Constitución, por lo que no es un regalo o concesión “real”, como lo fue la Carta Magna. Concepto de partido político.
Como bien nos recuerda Lowenstein, cuando el individuo aislado se une con otros en virtud de una comunidad de intereses, tiene entonces la posibilidad de ofrecer mayor resistencia a los detentadores del poder estatal que si tuviese que enfrentarse aisladamente: “unido con otros, ejerce una influencia sobre las decisiones políticas que corresponde a la fuerza de grupo.”[1] Según el Tribunal Constitucional alemán, “en la democracia de hoy sólo los partidos pueden unir a los ciudadanos en grupos capaces de acción política. Aparecen precisamente como el altavoz del que se sirven los pueblos que han accedido a la mayoría de la edad política para poder expresarse articuladamente y adoptar decisiones políticas”[2]. De hecho, de no existir los partidos como elemento interpuesto, “el pueblo simplemente no estaría en situación de poder ejercer influencia política sobre el acontecer estatal ni tampoco de realizarse políticamente a sí mismo. En la democracia moderna, si no existiesen los partidos, el pueblo no haría otra cosa que vegetar políticamente, impotente y sin ayuda.”[3] En un sentido amplio, podríamos definir al partido político como aquel grupo de hombres unidos con el fin de promover, por medio de sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional sobre la base de algún principio particular en el que todos ellos coinciden. En esa misma página, podríamos definir a los partidos políticos como asociaciones “de personas que comparten una misma ideología y que se proponen conquistar, conservar o participar en el ejercicio del poder político.”[4] Por su parte, el Tribunal Constitucional dominicano los ha definido como “un espacio de participación de los ciudadanos en los procesos democráticos donde los integrantes manifiestan su voluntad en la construcción de propósitos comunes, convirtiéndose de esta manera en el mecanismo institucional para acceder mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular y desde allí servir al interés nacional, el bienestar colectivo y el desarrollo de la sociedad.” (Sentencia TC/0006/14 §10.2.n). La necesidad de los partidos es innegable en Estados nacionales como los contemporáneos que, al estar compuestos por millones de personas asentadas sobre un territorio más o menos extenso, hacen imposible el ejercicio directo del poder por parte de los ciudadanos y por tanto requieren de la representación política. Esa representación no puede constituirse directamente a partir de la diversidad de opiniones existentes en una sociedad y requiere de instrumentos de intermediación entre la sociedad y el Estado que contribuyan a la estructuración política de la sociedad y a la racionalización del proceso electoral. Por tanto en conclusión, los partidos políticos son precisamente “esos instrumentos de intermediación entre la sociedad y el Estado sin los cuales la democracia representativa no pudiera funcionar. Es por ello que todo Estado democrático es necesariamente un Estado de Partidos y que la existencia de los partidos es la consecuencia lógica de la existencia del Estado Constitucional.”[5] Naturaleza jurídica del partido político Al analizar la naturaleza jurídica de los partidos políticos aparecen confrontadas dos grandes posiciones doctrinales y jurisprudenciales: A) El partido político es un órgano del estado, o más concretamente un órgano constitucional, es decir, una especie del género; y, B) El partido político es una asociación de derecho privado que ejerce funciones públicas de relevancia constitucional. En virtud del reconocimiento constitucional de los partidos y de su influencia en la formación de la voluntad política, hay quienes interpretan que los partidos son órganos del Estado[6], o que son órganos del pueblo. En ese tenor, dentro de la doctrina constitucional dominicana se encuentran los que arguyen que a partir de su regulación constitucional “el constituyente ha querido dejar claramente establecido que los partidos políticos son instituciones de derecho público, con un fin supremo, que es el de ser canales idóneos de participación en el sistema democrático”[7]. En esa misma página, se encuentra una parte de la doctrina mexicana, que entiende que “al caracterizarlos nuestra Constitución como entidades de interés público, pasan a ser intermediarios entre el pueblo y el Estado, para tal efecto gozan de prerrogativas como: el financiamiento público y acceso a los medios de comunicación social, con el propósito de que puedan cumplir los fines que la constitución les exige.”[8] Por otro lado, los partidos políticos tradicionalmente han sido reconocidos como órganos de derecho privado debido a que en su naturaleza se ha insertado como uno de sus elementos esenciales el derecho a la libre asociación. Como bien apunta García Guerrero:“la cualidad privada destaca si se considera su forma de operar en la sociedad, sobre todo, si se atiende a la formación de los partidos políticos que es libre y espontánea, dependiendo de la voluntad de los ciudadanos, esto es, se cimienta en el principio que rige el derecho privado: la autonomía de la voluntad” [9]. Sin embargo, lo anterior no es suficiente para concluir que estamos frente a un organismo de una estricta naturaleza privada. Por tal motivo, es que algunos defienden que “los partidos son asociaciones privadas con funciones constitucionales, pero que no los convierten en órganos del Estado. Son, por el contrario, asociaciones privadas que aglutinan y articulan los intereses y cosmovisiones de determinadas clases y grupos sociales.”[10] Dentro de los que entienden que el partido político no es un órgano del Estado, se encuentra el Tribunal Constitucional español, quién se ha expresado en los siguientes términos: “[…] los actos de un partido político no son actos de un poder público […] Los partidos políticos son como expresamente declara el artículo 6, creaciones libres, producto como tales del ejercicio de la libertad de asociación que consagra el artículo 22. No son órganos del Estado […] la trascendencia política de sus funciones […] no altera su naturaleza”[11]. En efecto, aunque “los partidos desempeñan en las elecciones las funciones de un órgano constitucional en tanto en cuanto concretizan las diferentes alternativas electorales, […] no son parte del Estado, son independientes frente al Estado.”[12] Como bien lo ha dicho Jorge Prats, “no se trata de simples asociaciones privadas pues la constitucionalización de los partidos es un indicador claro que las asociaciones partidarias están colocadas en un estatuto jurídico-constitucional diferente al de las primeras. Los partidos son mediadores entre el pueblo y el Estado, son la bisagra del Estado constitucional, el punto neurálgico de imbricación del poder del Estado jurídicamente sancionado con el poder de la sociedad democráticamente legitimado”[13]. Y es que, “en todo caso, aquellos que ven en los partidos un órgano estatal mediato, es decir, un órgano del pueblo como órgano estatal, no quieren incluirlo en el aparato estatal, sino en el pueblo. Los partidos son órganos auxiliares del pueblo y deben actuar en su favor incluso cuando participan a través del Parlamento en el aparato estatal.”[14] Entiendo que García Guerrero, explica con meridiana claridad donde estriba el conflicto de la naturaleza jurídica de los partidos políticos al reflexionar que: “los partidos hunden sus raíces en la sociedad para poder recoger y sintetizar la pluralidad de voluntades populares, continúan con esta función en los principales órganos constitucionales y cuando manifiestan ante éstos la voluntad que han contribuido a formar, así como al realizar la síntesis final, convirtiendo la pluralidad de voluntades populares en voluntad estatal. Cuando operan en la sociedad se asemejan a asociaciones privadas, cuando se mueven en los órganos constitucionales parecen de dotarse de cualidad orgánica, de ahí su intrincada naturaleza jurídica y la facilidad de confundirla, según se ponga el acento en uno u otro momento de su función.”[15] En ese orden de ideas, se encuentra una posición intermedia que a su vez puede subdividirse en una primera que se sitúa más cerca de la tesis del órgano del Estado: “Sujetos Auxiliares del Estado que ejercen funciones públicas, reconocidas constitucionalmente.”[16] De ese modo, García Guerrero estima que “desde una teoría representativa propia del Estado de partidos, más que unidades de un órgano constitucional complejo formado por todos los partidos políticos existentes en un momento dado o al menos por los que gozan de representación parlamentaria, los partidos tienen una cierta cualidad orgánica, pero se sitúan en un ámbito, el de lo social-público, equidistante entre la sociedad y el Estado.”[17] Así lo enseña la jurisprudencia constante del Tribunal Constitucional Federal alemán, quién viene afirmando que aunque los partidos no son órganos constitucionales gozan sin embargo, de una cierta cualidad orgánica en cuanto que colaboran con los órganos constitucionales en la formación de la voluntad estatal[18]. La vertiente pública de los partidos políticos se manifiesta en diferentes aspectos. En primer lugar, la Constitución contiene su regulación esencial al igual que sucede con los órganos constitucionales, especie de los del Estado, como el Tribunal Constitucional, el Tribunal Superior Electoral, el Defensor del Pueblo, etc. Además, de que conforme se ha explicado en apartados anteriores, en una teoría representativa propia del Estado de partidos, como la posibilitada por nuestra Constitución, el Estado requiere, no sólo de forma esencial, sino imprescindible, la existencia y el funcionamiento de los partidos políticos. Además de por otros motivos ya señalados, este carácter esencial viene reforzado porque los partidos permiten que surjan los restantes poderes del Estado y, fundamentalmente, hacen posible la efectiva residencia de la soberanía nacional en el pueblo – con una profundización democrática sustancialmente mayor que en la democracia liberal - , al sintetizar las diversas voluntades presentes en el mismo, permitiendo, posteriormente, su reducción a la unidad. Por eso para Giannini, “los partidos políticos, en todos los países, se han convertido, hoy día, en verdaderos y propios poderes públicos.”[19] En tercer lugar, el fin perseguido por el partido es en interés del Estado y a esta realidad no obsta el que implique una determinada concepción ideológica del mismo, ni el que realicen actividades con otras finalidades, pues éstas son necesarias para la consecución de su fin último: la confluencia de las diferentes voluntades, en la voluntad unitaria del Estado. En efecto, “el partido, es verdad, es una asociación de individuos, pero, a diferencia de las otras asociaciones, tiene esta particular característica: tiende a determinar la política nacional, no ya a satisfacer los intereses particulares.”[20] En adición, la mayor parte de su financiación es con cargo a los presupuestos generales del Estado y se fiscaliza, como en los demás órganos del Estado, su contabilidad, sin limitarse, como en las asociaciones privadas, a los fondos de naturaleza pública sino que abarca los ingresos de origen privado, estableciendo restricciones a la recepción de estos fondos que serían inadmisibles en una naturaleza privada. No obstante lo anterior, existen elementos que no nos permiten concluir que los partidos políticos constituyen en sentido estricto, instituciones públicas. En ese tenor, hay dos características de los órganos del Estado que los partidos no reúnen plenamente: Cuando un partido político expresa su voluntad, ésta no es atribuible en todo momento al Estado, pese a que esto es una cualidad propia de sus órganos. De esa manera, los partidos no expresan la voluntad estatal, precisamente, porque su función es una continua síntesis para posibilitar su manifestación. Y por último, la formación de un partido político es libre y espontánea, dependiendo de la voluntad de los ciudadanos. Esta es la característica que diferencia básicamente a los partidos de los órganos del Estado. La voluntariedad en su formación es un requisito imprescindible impuesto por el principio democrático. Nuestro Tribunal Constitucional, ha reconocido dicha doble vertiente – pública y privada – de los partidos políticos. Cuando ha dicho que “de la lectura del artículo 216 de la Constitución “se aprecia que el constituyente ha querido dejar claramente establecido que los partidos políticos son instituciones públicas”[21], pero reconociendo luego que los mismos son “de naturaleza no estatal con base asociativa”[22], confirmando precisamente, los puntos que acabamos de discutir respecto de su naturaleza. Conforme se puede apreciar, no es cierto (como se ha pretendido afirmar) que el Tribunal Constitucional se haya inscrito dentro de la corriente que considera a los partidos políticos como entidades de un carácter público íntegro, sino que, como es el consenso doctrinario y jurisprudencial internacional, nuestro máximo intérprete constitucional inscribe a los mismos dentro de una naturaleza especialísima que mantiene una esfera tanto pública como privada, es decir, que se puede concluir que los partidos políticos, tal como lo ha dicho un sector del Tribunal Constitucional español: “se sitúan en la zona gris entre lo público y lo privado, distinción esta última que no puede formularse en nuestros días de forma tajante”.[23] Reconocer esa naturaleza tanto pública como privada de los partidos políticos es sumamente importante, ya que esto sirve para definir los límites constitucionales al control de las actuaciones internas de los partidos políticos por parte de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo. En ese sentido, en tanto no son meramente organizaciones de derecho privado, se permite cierta injerencia dentro de sus actuaciones internas, pero, como tampoco pueden considerarse como entidades estrictamente de derecho público, dicha injerencia no es una carte blanche para controlar sus actuaciones, ya que la misma se encuentra limitada por los derechos que le asisten por su naturaleza privada, que evidentemente, se mantiene. [1]Lowenstein, Karl. Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona, 1976, p.423. [2]BvergGE 1,223. [3]Leibholz, Gerhard. “Representación e identidad”. En Kan Lenk y Franz Neumann (eds.). Teoría y Sociología críticas de los partidos políticos, Anagrama, Barcelona, 1989,p. 205. [4]Patiño Camarena, Javier. Nuevo Derecho Electoral Mexicano. IIJ-UNAM, 2006, p.385. [5]JORGE PRATS, Eduardo. Derecho Constitucional, Tomo II, 3era Edición, IusNovum, Santo Domingo, 2012, p.474. [6]Leibholz, Ob. Cit. [7]V.V.A.A., RAMÍREZ MORILLO, Belarminio. Constitución comentada, FINJUS, Santo Domingo, 2011, p.416. [8]Santacruz Favela, Julio César. “Partidos Políticos. Marco Teórico. Derechos y obligaciones en la legislación electoral federal”. UNAM, www.jurídicas.unam.mx, p.135. [9] García Guerrero, Escritos sobre partidos políticos, Ob. Cit., p.169. [10]González-Trevijano, Pedro y Arnaldo Alcubilla, Enrique. (Directores)Comentarios a la Constitución de la República Dominicana, Tomo II, La Ley, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2012, p.1123. [11]STC 10/1983 de 21 de febrero. [12]González-Trevijanoy Arnaldo Alcubilla, Ob. Cit., p.1125. [13]Jorge Prats, Ob. Cit., p.480. [14]Stein, Ekkhard. Derecho Político, Aguilar, Madrid, 1973, p.158. [15] García Guerrero, Escritos sobre partidos políticos, Ob. Cit., p.169. [16]Solozábal Echavarría, Juan José. “Sobre la constitucionalización de los partidos políticos en el Derecho Constitucional y en el ordenamiento español”, en Revista de Estudios Políticos, número 45, 1985, pp.160-161. [17]García Guerrero, Democracia Representativa de Partidos y Grupos Parlamentarios, Ob. Cit., p.167. [18]BVerfGE 4, 27, (31). [19]Giannini, Massirno Severo. El poder público (Estados y Administraciones públicas), prólogo y traducción, Ortega, Luis, Civitas, Madrid, 1991, p.29. [20]Zampetti, Per Luigi, Dallo Stato LiberalealloStatodeiPartiti, La rappresentanza política, Milán, 1965, p.126. [21] (Sentencia TC/0192/15 §10.k) [22] (Sentencia TC/0531/15) [23] Voto particular de la STC 10/1983 No es para nadie secreto que la Autoridad Metropolitana de Transporte (“AMET”), como mecanismo para el cobro de multas, o cuando no se ha renovado a tiempo el impuesto del marbete, retiene los vehículos de los infractores en ciertos supuestos. Se pueden ver en diferentes esquinas de la ciudad, cuando en ciertos operativos son retenidos decenas de motocicletas y automóviles. Dichos vehículos son trasladados a centros de acopio y son devueltos cuando se lleva comprobante del pago correspondiente a la multa impuesta.
Antes de proseguir con el análisis, es importante hacer la aclaración, que muchos otros especialistas han hecho anteriormente y que nuestro Tribunal constitucional ya ha confirmado, pero que las autoridades no parecen entender: la AMET ni ninguna otra autoridad pública está facultada legalmente para retener ningún tipo de vehículo u otro bien por infracción de leyes de tránsito, salvo en un número limitado de escenarios que por la naturaleza de la infracción el vehículo esté impedido de transitar. El artículo No. 27 de la Ley de Tránsito de Vehículos No. 241 del 28 de diciembre de 1997 (“Ley de Tránsito”) establece que solamente pueden ser retenidos vehículos por la AMET en los siguientes escenarios: “1. Conducir un vehículo de motor o tirar de un remolque por las vías públicas, cuando tal vehículo de motor o remolque no esté autorizado por el Director de Rentas Internas a transitar por éstas (…) 7. Colocar las placas expedidas por virtud de esta Ley y sus reglamentos a un vehículo de motor o remolque en otro vehículo de motor o remolque (…) 14. Borrar, alterar o tapar el número de serie o identificación del motor o el del chasis de un vehículo de motor o el de un remolque (…) 19. Exhibir en el exterior de un vehículo de motor o remolque placas de número que no sean las prescritas por esta Ley.” Conforme se puede apreciar, la Ley de Tránsito prevé la retención de vehículos estrictamente en los escenarios donde es evidente que los mismos no pueden transitar, como es el caso cuando un vehículo transita con la placa de otro. No otorga un cheque en blanco a la AMET para que retenga vehículos por infracciones como mecanismo para el cobro de multas. Importante además es aclarar, para evitar interpretaciones forzadas de disposiciones legales, es que si aún si la Ley de Tránsito previese la retención de vehículos abiertamente como mecanismo para el cobro de multas, dicha disposición legal o cualquier interpretación que se tenga en ese sentido, sería nula, por ser inconstitucional. El artículo 40.15 de la Constitución de la República Dominicana dispone que la ley “solo puede ordenar lo que es justo y útil para la comunidad y no puede prohibir más que lo que le perjudica”. Consagra aquí el texto constitucional un patrón de interpretación constitucional que exige cierta sustancial y razonable relación entre el acto (ley, reglamento, acto administrativo, sentencia) y la seguridad, salubridad, moralidad y bienestar de la comunidad o del sector que se regula, que se conoce como el principio de razonabilidad. Este principio ha sido reconocido por la Suprema Corte de Justicia, la cual ha estatuido que los tribunales gozan de “la facultad de exigir la condición de razonabilidad en la aplicación de toda ley por los funcionarios públicos, condición que debe alcanzar, sobre todo, a aquellas que impongan cargas y sanciones de toda índole”.[1] ¿Cuándo se puede afirmar que una norma es constitucional y objetivamente “razonable”? Para esto, el Tribunal Constitucional del Perú ha elaborado un “test de razonabilidad”, partiendo de que existen unos subprincipios que conforman el contenido de este principio constitucional. Con ese razonamiento se logra conseguir un análisis objetivo de lo que se puede considerar algo como “razonable”: a. El principio de idoneidad.- Toda injerencia en los derechos será idónea si se busca fomentar un objetivo constitucionalmente legítimo suponiendo: la legitimidad constitucional del objetivo y la idoneidad de la medida examinada. b. El principio de necesidad.- Para que una injerencia en los derechos sea necesaria no debe existir ningún otro medio alternativo que tenga la misma idoneidad para alcanzar el objetivo propuesto y que sea más benigno con el derecho afectado. Para ello, debe analizarse tanto la idoneidad equivalente o mayor del medio alternativo y, también, el menor grado en que éste intervenga en el derecho fundamental. c. El principio de proporcionalidad en sentido estricto.- La injerencia en los derechos fundamentales es legítima si el grado de realización del objetivo es por lo menos equivalente o proporcional al grado de afectación del derecho. Se comparan dos intensidades o grados: el de la realización del fin de la medida examinada y el de la afectación del derecho fundamental. Ante lo anterior cabe preguntarse: ¿Es la retención de vehículos la medida más idónea para lograr el cobro de las multas por infracciones de tránsito? Es decir, ¿no existen otras vías por las cuales se pueda exigir el pago de multas? ¿es necesaria? ¿es proporcional el daño y el trauma que ocasiona al ciudadano que le quiten su vehículo y muchas veces único medio de subsistir, al beneficio que representa para el Estado? No hay que ser un gran ilustrado, para darse cuenta que no, considerando que las personas tienen que acudir a pagar una multa sin el vehículo que los transporta, dejando muchas veces de recibir el pago de la jornada cuando se trata de personas que dependen de su trabajo diario. Considerando además, que muchas veces en el caso de empleados privados el vehículo que manejan no está a su nombre, lo cual complica aún más el trámite de obtención del vehículo, generando un cargo para el dueño del vehículo, cuando las sanciones se suponen deben ser personales. Por esa razón, para el TC del Perú “el <<test de razonabilidad>> tiene unos contornos más o menos claros: consiste en un análisis de costos; es decir, si una política alcanza sus resultados a un costo razonable. Para esto se analiza si la norma es adecuada, necesaria y proporcional en sentido estricto, o sea, si sus costos son menores que sus beneficios.”[2] (Subrayado nuestro) Por lo anterior, la AMET debe abstenerse de retener vehículos en los supuestos que la ley no contempla. Las infracciones deben ser sancionadas, y dichas sanciones deben ser cumplidas y exigidas, pero las mismas deben ser legales, razonables, idóneas, proporcionales, efectivas, y sobretodo personales, si queremos fortalecer un Estado de Derecho, y una cultura de cumplimiento. Lo anterior, ha sido confirmado por nuestro Tribunal Constitucional cuando en su Sentencia No. TC/0021/2015 afirmó que "es de entender que toda actuación al margen de lo dispuesto en los artículos referidos se realiza de forma ilegal, en vista de que podrían resultar violatorias a los preceptos establecidos en nuestra Constitución referentes al libre tránsito y a la propiedad privada. Así las cosas, el castigo dispuesto para los infractores, es decir, para aquellos que violen la ley de tránsito, entre otras, es la multa penal como sanción, no así la retención de los vehículos." [1] S.C.J. 15 de junio de 1973. B.J. 751. 1061. [2] Sentencia del 26 de marzo de 2007 1182-2005-PA/TC. En fecha 13 de agosto de 2014, el Tribunal Constitucional (TC) dominicano dictó la sentencia No. 0177-2014, en respuesta al recurso de revisión constitucional en materia de amparo incoado por el señor Julio César Valdez Toribio contra la Sentencia No. TSE-018-2013, dictada por el Tribunal Superior Electoral (TSE) el veinticinco (25) de junio de dos mil trece (2013), la cual a su vez conoció de una acción de amparo de cumplimiento incoada por el señor Rudy Francisco Tavárez Taveras contra el Concejo de Regidores del Ayuntamiento del municipio de Esperanza.
Dicha acción de amparo de cumplimiento perseguía que el regidor, Julio César Valdez Toribio, fuera suspendido de su cargo por haberse dictado en su contra auto de apertura a juicio, en virtud de una acusación penal. El tribunal acogió dicho amparo y ordenó que el señor Rudy Francisco Tavárez Taveras, en su condición de suplente, tomara posesión de la referida plaza. Aunque en la decisión mencionada existen otros elementos de interés, el presente comentario solamente versa sobre la competencia del TSE para conocer amparos de cumplimiento, cuando la naturaleza del derecho fundamental vulnerado así lo amerite. En tal virtud, el TC en su Sentencia 177-2014 estableció que “…el Tribunal Superior Electoral no era competente para pronunciarse sobre la nulidad de la resolución del Concejo de Regidores”, por entender que dicho Tribunal “incurrió en un error procesal al decidir sobre una controversia en el marco de un amparo de cumplimiento para el cual no era competente, en razón de que la naturaleza del conflicto era administrativa y no electoral, ya que no se trata de un asunto contencioso electoral ni de un diferendo interno entre partidos, sino de un acto que emana de una autoridad administrativa, cuya impugnación, ya sea por la vía de amparo o por la vía administrativa, debió ser conocida por el Tribunal de Primera Instancia del Distrito Judicial de la provincia Valverde en atribuciones contencioso administrativas, de conformidad con los artículos 102 y 103 de la Ley núm. 176-07, el artículo 3 de la Ley núm. 13-07 y el artículo 117 de la Ley núm. 137-11.” El TC fundamentó su criterio además, en los artículos 72, 75 y 114 de la Ley No. 137-11, arguyendo que “el Tribunal Constitucional entiende que la incompetencia del Tribunal Superior Electoral se fundamenta en que la Constitución política, su Ley orgánica núm. 29-11 y la Ley núm. 137-11, al atribuirle sus competencias, no le asigna la de conocer sobre amparo de cumplimiento relativos a la ley municipal”. En un documento dirigido a la prensa, los magistrados miembros del Tribunal Superior Electoral (TSE), José Manuel Hernández Peguero y Mabel Féliz Baez expresaron sus razonamientos con relación a la Sentencia 177-2014. En ese sentido, los referidos jueces expresaron que entienden que dicha sentencia, “erróneamente” otorga competencia al tribunal administrativo para conocer un amparo de cumplimiento en razón de que el conflicto se originó en un acto administrativo, a pesar de que a criterio de los referidos magistrados, la Ley No. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales (LOTCPC), en su artículo 74 establece la facultad de las jurisdicciones especializadas, como lo es el TSE, posición a la cual nos suscribimos plenamente. Bajo tal tenor, los mencionados magistrados del TSE arguyeron que “si los derechos fundamentales vulnerados fueron el de la participación política y al acceso a la posición pública, hay que concluir que el tribunal competente lo es el TSE y no un administrativo, dada la relación directa que existe entre esos derechos y la función del TSE”.[1] Sin duda, tal como lo expresaron los referidos magistrados, el precedente sentado por el TC a través de la sentencia No. 177-2014 vulnera el principio de la seguridad jurídica, en tanto la misma va en contra del espíritu de la Ley No. 137-11 en lo que respecta al juez competente de la acción de amparo en general. Y es que, si bien es cierto, conforme expresa el TC en su decisión, que el artículo 72 de la LOTCPC dispone que “será competente para conocer de la acción de amparo, el juez de primera instancia del lugar donde se haya manifestado el acto u omisión cuestionado”, no menos cierto es, que dicho artículo en su Párrafo I establece que “en aquellos lugares en que el tribunal de primera instancia se encuentra dividido en cámaras o salas, se apoderará de la acción de amparo al juez cuya competencia de atribución guarde mayor afinidad y relación con el derecho fundamental alegadamente vulnerado” (Subrayado nuestro). Con igual lectura reza el artículo 74 de la LOTCPC “los tribunales o jurisdicciones especializadas (…) deberán conocer también acciones de amparo, cuando el derecho fundamental vulnerado guarde afinidad o relación directa con el ámbito jurisdiccional específico que corresponda a ese tribunal especializado, debiendo seguirse, en todo caso, el procedimiento previsto en esta ley” (Subrayado nuestro). Por lo que haciendo una lectura sistemática de la LOTCPC, debe concluirse que para la determinación de cual es el tribunal competente para conocer de un amparo deberá efectuarse un análisis de la afinidad entre la competencia natural del tribunal y el derecho que se pretende conculcado o amenazado, por encima de cualquier otra lectura o interpretación que se pueda dar de otro artículo de la LOTCPC. Es en este sentido, que la LOTCPC establece en su artículo 114 que “[e]l Tribunal Superior Electoral será competente para conocer de las acciones en amparo electoral conforme a lo dispuesto por su Ley Orgánica.” En ese tenor, el artículo 27 de la Ley No. 29-11 Orgánica del Tribunal Superior Electoral (en adelante “LOTSE”) establece que “el Tribunal Superior Electoral será competente para conocer de los amparos electorales conforme a las reglas constitucionales y legales, podrá atribuir a las Juntas Electorales competencia para conocer de los mismos mediante el Reglamento de Procedimientos Electorales dictado por éste”. Esto va de la mano igualmente con el principio de efectividad. En efecto, en consonancia con uno de los principios cardinales de la justicia constitucional contemplado en el artículo 7.4 de la LOTCPC “todo juez o tribunal debe garantizar la efectiva aplicación de las normas constitucionales y de los derechos fundamentales frente a los sujetos obligados o deudores de los mismos, (…) y está obligado a utilizar los medios más idóneos y adecuados a las necesidades concretas de protección frente a cada cuestión planteada, pudiendo conceder una tutela judicial diferenciada cuando lo amerite el caso en razón de sus peculiaridades” (Subrayado nuestro). Se consagra así el principio de la efectividad, el cual obliga al juez a realizar una interpretación que busque la efectividad de los derechos fundamentales, obligación que se traduce en la necesidad de que el juez que conozca del amparo, sea el que tenga mejor conocimiento, y cuya actividad judicial guarde mayor afinidad con el derecho alegadamente vulnerado. En razón de todo lo antes explicado, la interpretación del principio de efectividad y la necesidad de que el juez que conozca de la acción de amparo ya sea de cumplimiento o cualquier otro tipo debe ser el juez cuyo ejercicio guarde más afinidad con el derecho conculcado se encuentra por encima de lo que establece el artículo 75 de la LOTCPC el cual dispone que “[l]a acción de amparo contra los actos u omisiones de la administración pública, en los casos que sea admisible, será de la competencia de la jurisdicción contencioso administrativa (Subrayado nuestro). Por tal motivo, aun cuando se trate de actos emanados de la administración, si el contenido del derecho fundamental conculcado tiene un carácter eminentemente electoral, como es el caso que nos ocupa, el Tribunal competente para conocer del amparo, es el TSE. [1] Artículo publicado en Diario Libre en fecha 17 de septiembre de 2014 titulado “Tribunal Superior Electoral cuestiona la decisión del Tribunal Constitucional.” Disponible en http://www.diariolibre.com/noticias/2014/09/17/i795461_jueces-del-tribunal-superior-electoral-cuestionan-decisin-del-tribunal-constitucional.html |
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